Opinión

Cuando no seamos los más fuertes

Artículo de Daniel Jiménez, director de Noticias Positivas. La vida es un regalo. Lo tenemos rotundamente claro en mi grupo más íntimo de afectos, y de vez en cuando lo recordamos y lo celebramos, a ser posible cerveza en mano, que es la mejor manera de festejar y de santificar las fiestas. Sobre todo se lo repito —y me lo repite —uno de mis mejores amigos, con quien comparto una experiencia vital similar: casi nos vamos los dos de este mundo nada más llegar a él por diferentes problemas médicos. Afortunadamente, nos salvó nacer justo en esta época y justo en un país en el que había sanidad pública.

Y creo que hay que insistir mucho más en qué significa que nos hayan regalado la vida. Porque en este regalo se ha involucrado muchísima gente. No solo nuestros padres y nuestro entorno cercano. La antropóloga norteamericana Margaret Mead solía decir que el primer signo de civilización en la cultura antigua fue un fémur fracturado y posteriormente sanado. Porque, cuando esto ocurre en el reino animal, el destino suele ser claro: el abandono y la muerte.

En el caso de los seres humanos, nuestra capacidades intelectuales, y también nuestras propias necesidades como especie, nos han llevado a construir una sociedad que protege a quienes no pueden valerse por sí mismos. Les prestamos atención médica y apoyo emocional para que puedan sanar de sus heridas o de sus enfermedades. Es decir, la cultura humana es una cultura de los cuidados. Una cultura imperfecta, cierto es, y que no reparte de manera igualitaria las cargas, responsabilidades y costes del cuidado. Cientos de miles de años después de la aparición del homo sapiens, todavía queda bastante trabajo por hacer. Por eso debemos seguir evolucionando y mejorando como especie y como civilización en este sentido. Eso sería, sin duda, lo correcto y lo natural.

“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

Este fragmento de un célebre poema de John Donne sirvió de inspiración a Ernest Hemingway para su novela “Por quién doblan las campanas”. Y por mucho que este mensaje suene ingenuo, incluso naif, o por qué no decirlo, buenista, !y no hay mayor pecado en en estos tiempos del ultraindividualismo!, efectivamente es así. Nadie se ha hecho a sí mismo por sí solo todo el tiempo. Alguien le lavaba la ropa y le hacía la comida a Adam Smith. Por mucho que nazcas en la parte alta de la pirámide, siempre necesitarás ayuda de alguien. Aunque sea para limpiar las calles que van a pisar las privilegiadas suelas de tus zapatos.

Ahora que viene un momento crucial con las elecciones del este domingo 23 de julio, tengamos esto en cuenta. Vienen tiempos sin duda críticos, inmersos como estamos en una grave y honda policrisis socioeconómica, política, ambiental y climática. Una crisis de alcance ciertamente civilizatorio de la que solo podremos salir si profundizamos y mejoramos en esta buena, buenísima costumbre humana que tenemos de cuidarnos. Porque la otra opción, la opción del ultraindividualismo y de la ley de la selva, solo tiene sentido para quienes son los más fuertes y los más poderosos. Y lo son siempre, sin permitirse jamás un momento de debilidad. Porque en la selva, un momento de debilidad significa inevitablemente el final. En cambio, en las sociedades civilizadas, cuando no somos los más fuertes a nivel personal, nos salva la fortaleza de lo que hemos sido capaces de construir todas juntas.

Imagen: Pixabay/Henning Westerkamp

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